martes, 14 de junio de 2011

Gustavo Rodríguez. El chullachaki en la otra selva. Lima: QG editores, 2011. 48 pp. (Colección Sobrenatural del diario Correo, 2011)



Gustavo Rodríguez. El chullachaki en la otra selva. Lima: QG editores, 2011. 48 pp.

Obra maestra ****
Muy buena ***
Buena**
Regular *

Desde los libros de viajeros en el siglo XIX, la selva siguió siendo representada como el lado salvaje, ya sea como mundo agreste en Tarzán, creado por Edgar Rice Burroughs, pasando por una larga lista de construcciones de ficción. La selva ha servido como la representación del espacio radicalmente opuesto al de la ciudad: la selva como espacio del caos y de la irracionalidad, de lo salvaje y bárbaro, frente al logos urbano. Evidentemente se trata de códigos y formas que construyen un universo de ficción que definitivamente poco o nada tengan que ver con la realidad. ¿Pero qué ocurre cuando irrumpen estos seres populares fantásticos de la selva peruana en la ciudad de Lima? Algo de esto ocurre en El chullachaki en la otra selva de Gustavo Rodríguez (Lima, 1968).

La idea es buena, mejor aún, magnífica, no solo porque nos hace pensar que no solo nuestros políticos pueden llegar a tener el estatus de monstruos (pienso en el Museo del Horror, que me comentaba mi amigo Pepe Güich, que necesariamente tendría que tener a ciertas figuras del espectro político actual), sino que partiendo de nuestro propio contexto cultural podemos también engendrar monstruos, claro está dentro de nuestro imaginario popular que quizás algún día alcancen el estatus de Jason (Viernes 13), Freddy Krueger (Pesadilla en Elm Street) o de Michael Myers (Halloween). ¿Qué tan importante es para una tradición local de narrativa de terror y horror tener a sus propios monstruos? Dejo la respuesta ahí.

Con un estilo más o menos clásico dentro de la tradición del terror (Poe es figura suprema), Rodríguez apela a los detalles, a la sensorialidad de los objetos para provocar espanto, dentro de una estética ya bastante añeja como el relato de terror: la fealdad física exterior como expresión de la maldad interior (claro paralelismo del monstruo); la noche como espacio propicio para lo imposible y terrorífico; la metamorfosis; el acecho del monstruo a su víctima; los ojos como ventana del alma (dixit: la mirada perturbadora en “Los ojos de Lina” de Clemente Palma); la imagen de la madre como protectora; el restablecimiento del orden y el triunfo del bien sobre el mal.

La escena del acecho –con su suspensión del tiempo– funciona bastante bien, con referentes –digo– a films como Constantine (el apagón) o Terminator 2 (por medio de la pregunta se descubre a la máquina suplantadora de la madre, en la escena de la caseta telefónica), al igual que la suma de los detalles (la combi que aparece al inicio). Solo agrego que la modernidad (chicha) expresada en la combi, acabará en este relato con el monstruo, cosa que no es casual. Incluso en la última escena, cuando uno de los clientes elige un sándwich en reemplazo del ahora ausente menú selvático, tampoco es casual. Esta otra selva (la urbana) termina por aplastar a la real, haciéndola invisible y alejándola. En esta ciudad, nuevamente, es imposible la existencia de un ser como el chullachaki: la “combi justiciera” hizo –en este caso– el resto.

Elton Honores
Universidad San Ignacio de Loyola