lunes, 20 de febrero de 2017

José Donayre. El ovni de los pantanos. México: Pearson, 2016. 120 pp. Ilustraciones de Marco Enciso.





José Donayre. El ovni de los pantanos. México: Pearson, 2016. 120 pp. Ilustraciones de Marco Enciso.
El rara avis de la literatura peruana José Donayre (Lima, 1966) vuelve a incursionar en eso en que los especialistas han dado por denominar “literatura infantil y juvenil” (ignoro qué es eso: si se trata de presentar una ambientación con personajes menores de edad; o si el autor asume la “voz” del menor, ya que este no puede hablar por sí mismo, subalternizándolo; o de si debe tratar sobre ciertos temas y poner énfasis en los valores colectivos y en la “moraleja” o “enseñanza”). “Paco Yunque”, texto clásico del vate Vallejo, por ejemplo, puede contener todo lo mencionado anteriormente, pero a la vez tiene un efecto pragmático: generar malestar para realizar acciones concretas en el mundo y lograr una mejor y mayor justicia social. Pero, ¿ese es el fin en sí mismo de la literatura?
El otro problema serio que veo es que a veces los autores tratan a sus lectores potenciales como seres “angelicales”, que desconocen la maldad del mundo y que hay que ponerles una venda en los ojos para no ver el horror. En realidad puede ser todo lo contrario (pensemos sino en las películas de terror, en la que los menores pueden ser agentes del mal). Tampoco se trata de pensar estos lectores sean seres demoníacos, sino que hay que tratar de buscar algún tipo de equilibrio: saber que no son ángeles ni demonios, sino seres humanos, pequeños adultos.
En ese sentido, Donayre logra equilibrar en su novela, el relato de aventuras con la psicología propia del púber cuasi adolescente, que despierta al amor. El personaje de la novela de Donayre  es un coleccionista obsesivo, soñador y que piensa como adulto. Pero, a la vez, posee todo el imaginario adolescente. Una curiosidad: suele mirar hacia arriba, a  diferencia de los otros (o sea nosotros) que miramos hacia abajo, hacia la realidad. Arriba es entonces lo ideal, la fantasía, el deseo y los sueños; abajo es la corrupción, Odebrecht, los presidentes fantoches, al abuso de las autoridades, el racismo, el clasismo, la idiotez de los aprendices, el fútbol… mejor mirar hacia arriba… Pero mirar hacia arriba también puede ser peligroso, puede dejarte ciego, distorsionar la nitidez de tu visión y volverte miope. Para su padre, las luces del OVNI no pueden ser reales sino una alucinación, un error, una distorsión que debe ser tratada por la ciencia, por la racionalidad. Pero lo único concreto en la novela es que efectivamente hay un OVNI, es decir, no estamos solos, es decir, hay vida inteligente (no como la nuestra, claro).
Estas luces transmiten un mensaje en clave morse (se trata aquí de una licencia propia de la CF, pues las equivalencias lingüísticas entre lo humano y lo alienígena plantearían más problemas de comunicación de lo que uno imagina). Lo que llama la atención es que se forman palabras de 11 letras que se inician con la letra “p”. Esto nos lleva a un título anterior del autor, Horno de reverbero, en el que se hacía gala de un repertorio de palabras extrañas, en desuso, que servían para ficcionalizar pequeños textos. El misterio que encierra el descifrar el sentido de la serie de palabras remite también a “Silvio en el Rosedal” de Ribeyro, pero se trata más de un McGuffin.
Estas luces emiten un  nuevo mensaje: una serie de números, que resulta ser, gracias a la ayuda de un GPS, un lugar –recurso usado también en Presagio de Proyas. Ese lugar resulta ser los Pantanos de Villa, de ahí el título del libro. En un momento, Camila, la compañera de aventuras del personaje central se pregunta: “Y sí solo fuéramos los personajes de un creador que nos hace pensar que somos personas de…”. A estas alturas, ambas personalidades ya están lo bastante independizadas del autor real, sin embargo, llama la atención ese juego metatextual que se plantea al lector: si al final todo está ya determinado por algún demiurgo o entidad superior a nosotros; o el entrar en la imaginación del autor que ha creado toda esta historia, no es sino un artificio que nunca jamás debe tomarse por verdadero y fáctico como creen mal e ingenuamente, algunos.
Donayre se sirve de la retórica lovecraftniana para describir lo indescriptible de lo monstruoso o de lo otro: “Era como un cuerpo transparente, ligeramente vibrante, que formaba pequeñas ondas concéntricas sobre el agua. No llegó o salió del agua. Es difícil explicarlo. Había estado ahí, frente a nosotros, hasta que comenzó a ser menos invisible, pero sin llegar a tener un color definido […]” (73).  El viaje hacia la Luna y luego hacia el denominado “objeto Messier 45”, resulta más una especie de viaje medio astral y con cierto aire a Interstellar.
El desdoblamiento físico de Camila durante el viaje, permite una atención médica oportuna en la realidad terrestre. Al igual que en otros textos de Donayre, lo femenino aparece como evanescente, como una entidad inasible e intangible, etérea. En el epílogo, el personaje sostiene que “viajar es dejar de ser y hasta cierto punto una manera de morir” (110). Entonces, aquí encontramos no la moraleja, sino una visión de mundo: la vida es un tránsito es un viaje que va de la vida hacia la muerte (y la resurrección para quienes creen en esta). El personaje nunca pierde su capacidad de asombro, lo que le permite su carácter reflexivo. Quizás ese sea el objetivo encriptado: nunca tomar las cosas por naturales, sino mirar siempre hacia un más allá o realidad utópica. La “pulsión cuántica del grafeno” es solo un pretexto para la aventura. El niño “encanecido” que regresa a la tierra luego de la aventura, es -además de prueba irrefutable-, una forma metafórica de decirnos que en algunos, el tiempo pasa mientras siguen siendo niños y mantienen algo valioso: su capacidad de asombro frente al mundo.

Elton Honores
Universidad Nacional Mayor de San Marcos